Guillermo Larraín

Un optimismo prudente y racional en el proceso constituyente

Quizá exagerando la ironía, Margaret Thatcher, ex Primera Ministro de Gran Bretaña, dijo que no existía tal cosa como la sociedad. Hoy en Chile es claro: la sociedad existe y es mejor tomarla en serio. No se trata de temerle a “la calle”. Es que hay ocasiones en las cuales la disfuncionalidad del sistema político llega a tal punto que la sociedad reacciona directamente y sentimos su poder ciego.

enero, febrero, marzo 2020

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    Quizá exagerando la ironía, Margaret Thatcher, ex Primera Ministro de Gran Bretaña, dijo que no existía tal cosa como la sociedad. Hoy en Chile es claro: la sociedad existe y es mejor tomarla en serio. No se trata de temerle a “la calle”. Es que hay ocasiones en las cuales la disfuncionalidad del sistema político llega a tal punto que la sociedad reacciona directamente y sentimos su poder ciego.

    En este artículo damos una interpretación de los hechos recientes, señalando que el proceso constituyente es una respuesta razonable y, a estas alturas, la única posible, a un problema real. Si actuamos con decisión, minimizando el impacto sobre empleo y actividad, aumenta la probabilidad que el debate constitucional se encauce bien, porque la secuencia y las reglas del proceso hacen posible un escenario auspicioso.

    Del poder ciego al poder consciente
    Una característica de los estallidos sociales es que, en los hechos, sin mediar cambios legales, ponen en duda el derecho de propiedad y, por esta razón, afectan una de las reglas esenciales del funcionamiento económico. El efecto sobre inversión y consumo de bienes durables es negativo, pero es dificil estimar cuánto. La razón es que, cuando el marco institucional es incapaz de encauzar el comportamiento, es difícil medir cómo eso es interpretado por los otros agentes en términos de riesgo e incertidumbre.

    Tal como lo señalan los datos preliminares de octubre y noviembre, es posible que en Chile este efecto sea importante. Primero, porque si bien no hay todavía estadísticas comparadas, el grado de violencia, saqueo y destrucción que ha habido en Chile, posiblemente supera al de desórdenes civiles recientes como Estados Unidos (Los Angeles, 1992), Gran Bretaña en 2011 o Francia en 2019.

    Solo Hong Kong supera a Chile en términos de persistencia de las manifestaciones y amplitud nacional de la protesta. Hong Kong enfrenta hoy una recesión, tal como probablemente ocurra en Chile.

    Los efectos de los desórdenes civiles hay que diferenciarlos de la incertidumbre que generan cambios a la Constitución. Por su naturaleza, un cambio en la carta fundamental conlleva incertidumbre porque las reglas nuevas que caracterizarán las formas de interacción entre actores económicos cambiarán a futuro. Sin embargo, dicho cambio seguirá reglas, no es arbitrario y, en todo caso, el propio debate permitirá que los agentes vayan rehaciendo sus expectativas.

    La experiencia muestra que el año previo a cambios constitucionales, los efectos sobre el crecimiento son en promedio débiles, con una varianza grande. En América Latina, el crecimiento se desacelera previo al cambio constitucional, mientras que en Europa ocurre lo contrario. La magnitud es pequeña en cualquier caso.

    Lo que hace difícil predecir el efecto de una reforma constitucional es que ésta puede dar solución a un conflicto de manera que, aun cuando haya incertidumbre, desde la perspectiva del largo plazo, es un proceso saludable. Éste es el caso de Colombia y Perú y, en cierta forma, Ecuador. En Europa, es el caso de Hungría. Cuando el proceso constitucional es manipulado, el resultado agrava el conflicto previo, como es el caso de Venezuela.

    Una respuesta económica de corto plazo todavía tímida
    Así, tanto porque el estallido social afecta negativamente la inversión, el consumo y el empleo, como porque el proceso constitucional naturalmente ralentiza el crecimiento, en el corto plazo son necesarias políticas fiscal y monetaria expansivas. Ésta es la lógica que tímidamente sigue el gobierno. En lo fiscal, se proyecta un incremento en el déficit fiscal efectivo del 1,1% del PIB en 2019 y de 1,7% en 2020. Las tasas de interés de corto plazo bajaron al 1,75% y el Banco Central anunció un paquete de intervención cambiaria.

    Si bien hay controversia respecto de cuánto más expansivo puede ser este paquete, la magnitud y violencia de la desaceleración fue tal que, con mucha probabilidad, este paquete se quede corto. En 2008, la deuda pública subió 3,4% del PIB en dos años y se usaron unos USD 8.000 millones del Fondo Soberano. ¿Por qué no considerar este shock tan transitorio como aquel, de tal forma que amerite una respuesta más decidida en lo fiscal?

    La peor respuesta sería “porque quizá este shock es permanente”. Veremos que hay razones plausibles que justifican que el foco de la solución sea la Constitución. Sin embargo, será distinto ese debate en recesión y desempleo que con algo de crecimiento. De no mediar estímulos decididos, aumenta el riesgo que caigamos en círculo vicioso, de alto riesgo.

    La estabilidad del contrato social en Chile
    La explosión social sugiere que el progreso económico es una condición necesaria pero no suficiente para garantizar la estabilidad institucional. Algunas demandas ciudadanas son monetarias, por ejemplo, las bajas pensiones. Sin embargo, esta dimensión del problema lo reduce. Pareciera que es un problema de políticas públicas, no constitucional. Debemos expandir la visión.

    Hay pocas dudas que la explosión social en Chile se relaciona con el concepto de “desigualdad”. Edwards (2019) distingue entre desigualdad vertical –como por ejemplo, la distribución del ingreso– y desigualdad horizontal –como por ejemplo, las formas de trato interpersonal. Esto sugiere que, más que desigualdad, la palabra precisa es “injusticia”, por dos razones. Una es porque “desigualdad” tiene una connotación excesivamente monetaria y parte del problema no lo es. La otra razón es porque el concepto de “injusticia” se aplica para desigualdades excesivamente altas, pero también excesivamente bajas.

    Si aceptamos esto, caemos de lleno en la discusión del contrato social, tal como se discute en Larraín (2020).

    La teoría del contrato social tiene un linaje conocido: Locke, Rousseau, Kant y más recientemente, Rawls. Con diferencias, en ellas se enfatiza que el rol del gobierno es crear condiciones para que los miembros de una comunidad política tengan buenas razones, a título personal, para pertenecer a ella y no buscar soluciones alternativas. Esas razones se relacionan con la percepción de justicia.

    Binmore (1996) da a esta literatura una lectura desde la teoría de juegos. Dice que el contrato social no es otra cosa que un equilibrio de expectativas. La estabilidad requiere que los miembros de la comunidad política crean en que las reglas que rigen el contrato social son satisfactorias para todos. Las reglas formales que rigen el contrato social son las leyes y la Constitución. Mientras menos gente cree que las reglas son satisfactorias, menos estable el contrato social. ¿Cuánta gente debe dejar de creer en las reglas para que la inestabilidad aparezca?

    Partamos por la pregunta inversa: ¿qué condiciones estabilizan el contrato social? Un caso extremo ilustra el punto: el de sociedades extraordinariamente desiguales como fueron las sociedades coloniales del siglo XIX, en particular India.

    Según Piketty (2019), en dicho país de 300 millones de habitantes, los británicos tenían un contingente total de ejército y servidores públicos de 300.000 personas, el 0,1% de la población. La superioridad política, militar, administrativa e institucional de los británicos les permitía controlar una población cientos de veces más grande que la de ellos mismos.

    La mala noticia es que también es posible que grupos no demasiado grandes puedan desestabilizar el contrato social si logran coordinarse en pos de obtener alguna meta. Olson (1965) señalaba dos razones para ello. Una es la existencia de un líder, que es el caso de los revolucionarios bolcheviques o cubanos. Líderes decididos facilitan la coordinación del resto.

    En este estallido social no hay líderes visibles.
    Olson menciona una segunda razón: los costos de la coordinación entre actores. Éste es el canal que es necesario discutir. En la lógica de Binmore, hay tres fuentes de coordinación que identificamos en Chile. La primera, la acumulación de declaraciones de autoridades que daban cuenta de una ausencia de sintonía con las necesidades apremiantes de los chilenos. Por ejemplo, al inicio del gobierno, el ministro de Educación señaló que, para arreglar los techos de los colegios públicos, los padres debían organizar bingos. Ésta y varias otras declaraciones generan efectos: relaciones entre personas que, podemos especular, gradualmente fueron permitiendo una coordinación de descontentos.

    Segundo, en todos los casos de explosión social recientes han habido señales de política pública o actos policiales desmedidos que agudizan la coordinación de los descontentos. En Chile hubo de ambos. El asesinato de Camilo Catrillanca meses antes. Luego, la señal inmediata fue el alza en el pasaje y el cierre de toda la red de metro en una ciudad que un día viernes volvía cansada a sus hogares… caminando.

    Tercero, las redes sociales reducen significativamente los costos de coordinación de opiniones, de acceso a información y eventualmente de acciones que, en determinadas circunstancias, pueden poner en tela de juicio la estabilidad del contrato social. Si cambiando a los ministros que emitían opiniones disonantes y corrigiendo las señales erradas no basta, el siguiente candidato son las reglas del contrato social.

    Las reglas y la estabilidad del contrato social
    Las instituciones políticas eficaces deben generar dos tipos de comportamiento. Por un lado, deben inhibir comportamientos antisociales. Aun con errores comunicacionales o intentos de coordinación de actores radicalizados, si las reglas son percibidas como “justas”, el ciudadano debe sentir una inhibición a participar en acciones desestabilizadoras. Por otro lado, esas instituciones deben permitir que el uso de la fuerza pública se haga en condiciones que sean aceptables para la enorme mayoría de la población.

    Para que el contrato social sea estable, se requiere instituciones legítimadas, pues ello tiene la potencialidad de inhibir comportamientos antisociales y hacer tolerable el uso de la capacidad coercitiva del Estado. Debemos pensar cómo generar condiciones para la estabilidad del contrato social. Esto nos conduce necesariamente al tema constitucional. 

    Paréntesis: la Constitución y el crecimiento
    La Constitución de 1980 (C80), cuya principal reforma data de 2005, tiene de su lado haber regido durante un periodo en el cual la economía chilena creció muy por sobre el resto del mundo. En el gráfico adjunto, comparamos el ingreso nacional chileno con el de varios países desde 1870 en adelante. En el siglo XIX, Chile tenía un nivel de ingreso estable respecto de esos países. Después de la segunda guerra mundial, dicha relación se redujo, es decir, en términos relativos, Chile se empobreció desde 1930, proceso que se contuvo durante los años 80. Durante los años 90 y posteriores, Chile logró recuperar parte del camino perdido en la posguerra.

    Sin embargo, esto no tiene que ver necesariamente con las constituciones que rigieron ambos periodos. La C25 permitió un tipo de desarrollo de alta participación del Estado y economía cerrada, porque eran los valores y criterios prevalecientes luego de dos traumáticas guerras mundiales y una gran crisis económica. La C80 intentó darle primacía al mercado como asignador de recursos. Sin embargo, la principal reforma –la apertura de la economía– se intentó hacer en los años 60 y no fue la C25 la que impidió avanzar. Como con la apertura muchas empresas quebrarían, el lobby industrial impidió una apertura gradual. En los 90, la apertura comercial probablemente se hubiese hecho igual porque la caída del Muro de Berlín permitió la globalización. La C80 no tiene que ver con eso.

    Así, la relación de causalidad entre el crecimiento de los años 90 en adelante y la C80 no es obvia. No podemos identificar claramente a través de qué mecanismos lo hizo. Solo podemos decir que es razonable pensar que hay elementos en esa Constitución que son valiosos y que habrá que rescatar.

    Dos problemas estructurales de la Constitución
    El éxito económico no dejó ver que se acumulaban residuos tóxicos en el sistema político y el sistema social. Por ejemplo, la tasa de participación electoral cayó sistemáticamente desde 1990 en adelante, siendo la más profunda entre los países de la OCDE. El activismo social –demostraciones, marchas, huelgas, sabotaje– fue creciendo. La confianza en las instituciones del poder ejecutivo, legislativo y judicial cayó sistemáticamente desde la década de los 90. Vemos una economía vigorosa, pero cuyo sustrato social y político se fue debilitando lenta pero sistemáticamente.

    La C80 no permitió un ajuste a tiempo
    Basados en Binmore, la C80 versión 2005 tiene dos grandes problemas estructurales. El primero ha sido expuesto en Atria et al (2019). Es una Constitución cuyas estructuras son excesivamente rígidas para acomodar cambios en las preferencias sociales. Deliberadamente, sus autores quisieron que las políticas que ellos creían correctas en los setenta y ochenta no tuvieran grandes variaciones salvo las que aceptaran los herederos políticos de la dictadura.

    El segundo problema estructural es que el chileno es un sistema hiper-presidencial en una sociedad estratificada. Se juntan dos cosas. Por un lado, el Presidente de la República tiene enormes poderes, como por ejemplo la iniciativa exclusiva – en materias de gasto público o en materias específicas como seguridad social– y dispone las urgencias de proyectos de ley. Por otro lado, si se examinan los gabinetes de todos los gobiernos, se aprecia que los ministros y subsecretarios provienen de un conjunto reducido de colegios y universidades. A los gabinetes les falta heterogeneidad de experiencias de vida. Esto es más agudo en los gobiernos de derecha, particularmente en éste.

    La suma de estos dos elementos hacen que el presidencialismo chileno no tenga “porosidad” para absorber demandas e inquietudes ciudadanas. Esto solo ocurre en períodos eleccionarios. Al interior de un período presidencial, la capacidad de absorber inquietudes sociales se reduce –y queda en cierta forma dejada al azar– a lo que pueda hacer el presidente o algún miembro influyente del gabinete. Si lo que ocurre es que los ministros no tienen sensibilidad para identificar esas demandas, el gobierno se transforma en una especie de buque tanque sin radar. 

    De dos escenarios polares, el mejor es posible
    Las perspectivas son difíciles para la economía chilena, pero quiero terminar defendiendo la tesis que un buen escenario es posible. Primero, es imperativo una reducción de la violencia. El proceso político en curso debe ayudar a reducir las tensiones en las calles, pero la situación social y política es delicada. Aunque el presidente diga lo contrario, no es seguro que lo peor haya pasado porque el gobierno debe mostrar más destreza y entendimiento de la situación que enfrenta. En esas condiciones, debe ejercer liderazgo.

    Segundo, es deseable que el plebiscito sea muy claro en favor de una opción. Las encuestas muestran una preferencia estable a favor de una nueva constitución, alrededor del 70%. Tal sería una señal muy clara para los constituyentes en cuanto a que el país quiere acuerdos para dar vuelta la página constitucional.

    Tercero, el plebiscito de salida se gana o pierde por mayoría simple. Éste es un elemento disciplinador para la Convención. Si se pierde el plebiscito de salida, la constitucion actual, que entonces sabremos que no tiene apoyo ciudadano, seguiría vigente. El conflicto recrudecería en ese escenario y no podemos advertir hoy en qué sentido. La estabilidad social requiere que la nueva constitución se vote por un margen amplio. Todos tienen los incentivos para llegar a acuerdos sustantivos.
     

    Con esta estructura de incentivos, lo probable es que la Constitución resultante sea “pequeña” para los estándares actuales, generalista y, por lo tanto, propicia para que el desarrollo democrático posterior vaya moldeando mejor la institucionalidad a los valores, necesidades y preferencias de los chilenos.

    En este contexto, en marzo de 2022, un nuevo presidente y un nuevo Congreso podrían asumir el poder regidos por una nueva Constitución que refleje a la mayoría de la población. Tal puede ser el inicio de una nueva, quizá brillante, etapa de nuestro desarrollo. En parte, eso depende de nosotros.

     

    Referencias
    -Atria, F., Larrain, G., Benavente, J.M., Couso, J. y Joignant, A. (2019), El Otro Modelo. Del Orden neoliberal al régimen de lo público, Debate
    -Binmore, K. (1996), Social Contract and Game Theory, MIT Press
    -Edwards, S. (2019), “Chile’s Insurgency and the end of neoliberalism”,https://voxeu.org/
    -Larraín, G. (2020), La estabilidad del Contrato Social en Chile, Fondo de Cultura Económica (por aparecer)
    -Olson, M. (1965), The Logic of Collective Action, Harvard University Press
    -Piketty, T (2019), Capital et Idéologie, Éditions du Seuil





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    Guillermo Larraín

    Académico Facultad de Economía y Negocios.