Manuel Agosin
Reconstruyendo nuestro capital social
Una importante literatura económica de los últimos 15 años aborda el rol que tiene lo que ha venido en llamarse “capital social” (o “capital cívico”) en la economía y su desarrollo. Se puede comprobar que los países que tienen un mayor capital social (como se mide de la manera que describo más abajo) tienden a tener un mayor nivel de ingreso per cápita. ¿Correlación o causalidad? Algunos de los estudios citados más abajo muestran evidencia de una causalidad que va del capital social al nivel de ingreso (o, en algunas formulaciones, a la tasa de crecimiento)
Una importante literatura económica de los últimos 15 años aborda el rol que tiene lo que ha venido en llamarse “capital social” (o “capital cívico”) en la economía y su desarrollo. Se puede comprobar que los países que tienen un mayor capital social (como se mide de la manera que describo más abajo) tienden a tener un mayor nivel de ingreso per cápita. ¿Correlación o causalidad? Algunos de los estudios citados más abajo muestran evidencia de una causalidad que va del capital social al nivel de ingreso (o, en algunas formulaciones, a la tasa de crecimiento).
El capital social es obviamente un intangible. En simple, se trata del grado de confianza que las personas tenemos en otros miembros de nuestra sociedad, en forma abstracta. Vale decir, el grado de confianza en cualquier “otro”. Entonces surge una pregunta importante para cualquier análisis que quiera utilizar el concepto de capital social: ¿Cómo se mide? La forma que se ha vuelto habitual de hacerlo es a través de las respuestas que personas encuestadas representativas de la sociedad como un todo le dan a la siguiente pregunta: “¿En términos generales, Ud. diría que la mayoría de las personas son confiables o que uno debería tener mucho cuidado al relacionarse con ellas?”. Esta es la pregunta que usa el World Values Survey (www. worldvaluessurvey.org), una organización internacional de científicos sociales dedicada a estudiar cambios en los valores de las personas y su impacto sobre la vida social y política de los países. En el caso que nos ocupa, los encuestados tienen tres opciones: (1) “Uno puede confiar en la mayoría de las personas”; (2) “Todo depende”; y (3) “Uno no puede dejar de ser muy cuidadoso”. Evidentemente, la primera respuesta corresponde a altos grados de confianza y la tercera a un bajo grado de confianza. En los estudios empíricos del impacto del capital social/cívico, la respuesta (2) tiende a agruparse con la (3), para así tener una muestra de respuestas que distinguen claramente entre personas que sí tienen altos grados de confianza (aquellos que respondieron (1)) de otras personas que no los tienen.
Los estudios empíricos que se han realizado en años recientes arrojan resultados sorprendentes. Por ejemplo, uno de ellos (Algan y Cahuc, 2012) encuentra que el capital social de un país está altamente correlacionado con su nivel de ingreso per cápita y que la relación es causal, yendo del nivel de capital social al ingreso. Así, por ejemplo, su modelo estimado les permite afirmar que si en 2000 México hubiese tenido el capital social de Suecia, medido de esta manera, su ingreso per cápita hubiera sido 70 por ciento mayor. Otros estudios relacionan al capital social con el crecimiento o con el buen desempeño de los mercados del trabajo y del capital, que son cruciales para el crecimiento económico. Sin un mercado financiero profundo y líquido, es difícil que las empresas puedan captar los volúmenes de capital para realizar actividades capital-intensivas y producir bienes con altos niveles de conocimiento. También, en países en los cuales los mercados laborales se caracterizan por altos niveles de conflicto (como es el caso del nuestro), es menos probable que se puedan lograr acuerdos para aumentar la eficiencia y la productividad del trabajo. En otras palabras, la confianza permite la existencia de mercados de capital profundos, líquidos y variados y también relaciones laborales que enfatizan la preservación de los ingresos en lugar de los puestos de trabajo. Ambos resultados permiten aseverar que la confianza es el “vínculo faltante” en el desarrollo de los países. La expresión (“missing link”) viene precisamente de una excelente revisión de la literatura por Guiso, Sapienza y Zingales (2012).
Desde luego, el estallido social que estamos viviendo es el producto de una gran pérdida de capital social: los consumidores no confían en las empresas a las que le compran sus bienes; los trabajadores no confían en sus empleadores; los ciudadanos han perdido la confianza en su gobierno, en las instituciones democráticas y en los parlamentarios; la policía y las fuerzas armadas están desprestigiadas, como también lo están las iglesias; los sistemas de salud, educación y de pensiones están en entredicho. El sentimiento generalizado es que “Yo no le importo a nadie; y, por lo tanto, a mí no me importa nadie”. Pareciera que estos problemas han estallado todos al mismo tiempo, pero es obvio que se han venido gestando durante mucho tiempo. Poco importa si la percepción es correcta o si las aseveraciones que hacen algunos tienen asidero en la realidad. La verdad es que los chilenos sentimos malestar por nuestra sociedad y sus Manuel Agosin 7 Mirada FEN - Revista Economía y Administración - Universidad de Chile Crisis Social instituciones básicas. La desconfianza es el signo de los tiempos. Si no logramos superarla, no podremos aspirar a una sociedad mejor.
No pretendo dar una receta para la recuperación de la amistad cívica. Lo que esta nota pretende es dar pistas sobre cómo podemos ir recuperando la confianza (el capital social) en el prójimo, de tal modo de poder seguir avanzando hacia una sociedad desarrollada, con igualdad de oportunidades para todos, y que tenga a disposición de sus ciudadanos menos afortunados una firme red de protección social.
El capital social no se construye sólo con actitudes o con reuniones, aunque ambas son indispensables. Requiere por sobre todo de medidas concretas que sean efectivas en superar los problemas que nos aquejan como país y que nos permitan a todos contribuir al país que queremos. Pero comencemos con las actitudes. En los dos últimos meses (escribo esto a pocos días de la Navidad), hemos presenciado actitudes destructivas de la confianza y otras que buscan restablecerlas. Las pequeñas rencillas entre los partidos políticos han continuado; el Presidente de la República habló en un comienzo que estábamos en guerra (¿puede haber más desconfianza que la que se expresa en una guerra?). Pero esos mismos parlamentarios tuvieron su día (o noche) de gloria el 15 de noviembre, cuando lograron un acuerdo casi unánime para consensuar un proceso que nos llevará a tener una nueva constitución. Lo importante es que la gran mayoría de los partidos y sus parlamentarios pudieron ponerse de acuerdo. Y el propio Presidente tuvo la valentía de pedir perdón, de abrazar el proceso constituyente y de cambiar a varios miembros de su equipo por gente más joven y más a tono con los tiempos. Ojalá se pudiera implementar un Gobierno de Unidad Nacional donde todos estemos representados, como propuso el ex Rector de la Universidad y ex Decano de nuestra Facultad, don Luis Riveros, en una columna en El Mercurio el 18 de diciembre (Riveros, 2019). Sería la forma más adecuada de enfrentar el desafío más serio que ha tenido nuestra democracia en su historia. Dada la odiosidad que existe en la política, es justo considerar que es poco probable que ello ocurra, pero también que sería una respuesta apropiada al descontento y la violencia que aquejan a nuestra sociedad.
En cuanto a las propuestas de acciones concretas, las que menciono más abajo son respuestas a algunos de los malestares que se han hecho sentir en estos días. Empecemos por las pensiones. En un corto artículo no pretendo entregar una hoja de ruta para tan complejo problema. Sí, un par de recomendaciones concretas. La primera es asegurar que nadie tenga una pensión que sea inferior al salario mínimo multiplicado por una tasa de reemplazo considerada adecuada en los países de la OCDE: 70 u 80 por ciento. Ello independientemente del pilar en el que se encuentre el beneficiario. Es obvio que ello no se puede hacer de una vez, porque el fisco no tiene los recursos para hacerlo y, si lo intentase, pondría en entredicho uno de los grandes activos de Chile, su solvencia fiscal. Dicho sea de paso, ningunas de las demandas ciudadanas se van a poder satisfacer plenamente en el corto plazo. Lo que necesitamos es una hoja de ruta.
Una segunda propuesta engarza el tema de las pensiones con la conflictividad laboral. Si todos los trabajadores chilenos pudiesen acceder a un seguro de cesantía adecuado (el financiamiento deberá discutirse junto con un proyecto para llevarlo a la práctica), quizás los sindicatos estarían dispuestos a intercambiar las indemnizaciones por años de servicio por un buen seguro de cesantía, especialmente si se lo acompaña de una indemnización a todo evento (evidentemente, menos generoso que las indemnizaciones actuales). Si así fuera, durante períodos de cesantía, los trabajadores de una empresa estarían más dispuestos que hoy a reducirse la jornada laboral para evitar la cesantía de algunos; y el seguro de cesantía se podría utilizar para compensar a los trabajadores no sólo por la pérdida de ingresos, sino también para lo que se requiere para cubrir las contribuciones a las jubilaciones de los trabajadores que estuvieran en esta situación. Es reconfortante que el ministro de Hacienda, Ignacio Briones, está proponiendo una versión de esta propuesta. Esto ayudaría a que las pensiones de aquellos que no están en el mínimo fuesen mejores. Todos los análisis del problema de las pensiones llegan a la conclusión que una de las causas de las bajas pensiones son las lagunas laborales producidas por cesantía o enfermedades. El seguro de cesantía también podría ser utilizado para cubrir las lagunas previsionales que se producen por enfermedades de larga duración.
La conflictividad laboral es otra de las manifestaciones del malestar chileno. Y no tiene por qué ser así. Noruega y Suecia, entre las dos guerras mundiales, tenían el mayor número de días de huelgas de los países que llevaban estadísticas laborales en aquel entonces. Las alzas de salarios en los sectores no transables de la economía (productores de bienes y servicios que no se transan internacionalmente) se traspasaban, por la operatoria de los mercados del trabajo, a los exportadores, lo cual los hacía menos competitivos en los mercados internacionales y mermaban el crecimiento. Un acuerdo tripartito entre las cúpulas sindicales, empresariales y el gobierno acordó una moderación de las demandas salariales a cambio de buenos seguros de desempleo y prestaciones sociales inexistentes hasta ese momento. Ése fue el origen del estado del bienestar de estos países. La conflictividad laboral dio lugar a la cooperación 8 Mirada FEN - Revista Economía y Administración - Universidad de Chile Crisis Social (Baland, Moene y Robinson, 2010, págs. 4.641-4647). ¿Por qué no podemos nosotros avanzar en el mismo camino? Nuestro ingreso per cápita hoy es superior al que ostentaban Noruega y Suecia en esos años.
La aspereza de la discusión del salario mínimo que tenemos todos los años se podría atenuar si las empresas se allanaran a, voluntariamente, destinar un porcentaje (digamos, un cuarto) de sus utilidades a ser distribuidas a sus empleados. El Estado podría contribuir haciendo que un porcentaje de dicha cuota se pueda cargar contra costos en las contabilidades de las empresas. Desde luego, falta un largo camino que recorrer para llegar a un esquema como éste, el cual tiene sus complejidades técnicas. En Japón, lo hacen las empresas grandes. El resultado es la casi inexistencia de huelgas (Tsuneki y Matsunaka, 2011). Lo importante es poner el tema sobre el tapete de discusión, formar consensos y realizar los estudios técnicos que serán necesarios para implementar un sistema de esta naturaleza.
El salario mínimo es ciertamente un tema que debe abordarse con la participación de trabajadores, empresarios y gobierno. Los economistas han identificado dos efectos contrapuestos de los aumentos de salarios reales. Uno, el más difundido, es que los aumentos salariales reducen el empleo formal y, en un país con un importante segmento informal de la economía, fomentan la informalidad, con todas sus consecuencias adversas sobre el bienestar de los propios trabajadores. Por otro lado, una literatura más moderna postula que aumentos moderados de los salarios reales podrían en efecto aumentar el empleo. Esta es la teoría que se ha venido en llamar de “salarios de eficiencia”. Este efecto existiría por el hecho que es imposible suscribir un contrato completo entre empleadores y trabajadores, por lo que aumentos en las remuneraciones podrían generar una mayor identificación del trabajador con la empresa y aumentos en la productividad. Por supuesto, no estamos hablando de cualquier aumento salarial. Un aumento desmedido indudablemente llevaría al impacto negativo sobre el empleo que predice la teoría económica convencional. Asimismo, el tema no está exento de dificultades de origen técnico. Por ejemplo: ¿Los aumentos al salario mínimo deberían ser iguales para todos los trabajadores, independientemente del sector donde laboran y de la productividad de la empresa? ¿Podría legislarse un salario mínimo menor para jóvenes que ingresan a la fuerza de trabajo y que encuentran graves dificultades para emplearse? El Fotografía: Guido Coppa Fotografía: Guido Coppa 9 Mirada FEN - Revista Economía y Administración - Universidad de Chile Crisis Social desempleo de los jóvenes en edad de trabajar es un múltiplo del nivel que deben soportar los mayores y con más experiencia.
Esta discusión nos lleva a enfocarnos en un punto importante que ha escapado de la discusión pública en estos días tan tormentosos: en Chile, medio millón de jóvenes son NiNis (ni estudian ni trabajan). Ellos suelen no estar “ni ahí” con la sociedad, sus valores, sus necesidades. ¿Y quién los puede culpar? La sociedad no está “ni ahí” con ellos. Estos jóvenes son caldo de cultivo para la violencia anti sistémica. Por otro lado, suelen nutrirse de los niños “graduados” del SENAME, otra vergüenza que pesa sobre la conciencia de los chilenos. No hemos atendido a estos niños como se lo merecen, simplemente por ser nuestros compatriotas (otra forma de ver el capital social). Un nuevo contrato social deberá prestar particular atención a este conjunto de problemas, destinarles recursos a las municipalidades para que puedan capacitar a los que no tienen oficios o destrezas, proporcionar lugares sanos de esparcimiento para ellos y asignarles mentores que les puedan servir a los jóvenes de ejemplos sanos a emular. Estoy seguro que muchos de nosotros estaríamos dispuestos a participar en este tipo de programas.
También se han hecho patentes las falencias de los servicios de salud que se les prestan a los ciudadanos menos favorecidos. Quizás una universalización paulatina pero decidida del GES (Garantías Explícitas de Salud), que cubre algunas enfermedades, sea un camino factible ya que se tiene bastante experiencia con su implementación. El GES debiese dar paso a un seguro mínimo de salud entregado por el Estado a todos los chilenos y subsidiado para los que no tienen recursos para cubrir sus primas.
El Estado está al debe con la calidad de la educación. Baste un solo ejemplo: hemos permitido el desmoronamiento del mejor colegio de Chile, el cual entregaba una educación de calidad a jóvenes meritorios pero de menores ingresos (el Instituto Nacional), sin que ninguna autoridad haya intervenido para impedirlo. Poco se ha hecho por mejorar la educación otrora municipal, excepto cambiarla de sostenedor. Mejorar la calidad de la educación para los niños y jóvenes menos afortunados es parte de nuestra deuda social.
esde luego, todos estos elementos y algunos otros deben formar parte de un nuevo contrato social. Y todos deben ser introducidos con gradualismo. Lo que no nos podemos permitir es prometer lo que el Estado no está en condiciones financieras de entregar, o si lo intentara, tendría consecuencias adversas sobre la estabilidad macroeconómica, la cual es la base para cualquier política que busque refundar el contrato social del Estado con los ciudadanos. Y, desde luego, los políticos deben estar dispuestos a aumentar la carga tributaria desde los bajos niveles con los que cuenta el fisco chileno. La mejor manera de hacerlo es a través de un aumento de los impuestos a la renta de las personas, en particular aquellas de más altos ingresos.
Referencias
Algan, Y. y P. Cahuc (2010), “Inherited Trust and Growth”, American Economic Review 100: 2060- 2092.
Baland, J. M. K. O. Moene y J. A. Robinson (2010), “Governance and Development”, en D. Rodrik and M. Rosenzweig, editores, Handbook of Economic Development, Vol. 5, Elsevier, Amsterdam.
Guiso, L., P. Sapienza y L. Zingales (2011), “Civic Capital as the Missing Link”, en J. Benhabib, A. Bisin, and M. O. Jackson, Handbook of Social Economics, Vol. 1A, Elsevier, Amsterdam.
Riveros, L. (2019), “Un Gobierno de Unidad Nacional”, El Mercurio, 18 de diciembre de 2019, pág. 2. Tsuneki, A. y M. Matsunaka (2011), “Labor Relations and Labor Law in Japan”, Pacific Rim Law and Policy Journal 20: 529-561.