Raphael Bergoeing
Productividad y prosperidad en Chile: 4 mensajes
En ocasiones surgen acuerdos amplios en el país. Hoy, por ejemplo, todos comparten la necesidad de aumentar la productividad. Esta es una buena noticia, pero también un desafío enorme. Mediante cuatro mensajes, planteo por qué.
Primer mensaje: Es la productividad
Cuando un economista habla de mejorar la productividad, lo hace pensando en crecer más, porque, de acuerdo con la evidencia internacional, eficiencia y actividad van de la mano, especialmente en el largo plazo. Globalmente, las diferencias en productividad agregada entre los países explican cerca de dos tercios de sus diferencias en ingreso per cápita. Por lo tanto, no será posible cerrar la brecha que nos separa del desarrollo económico sin un aumento relevante de nuestra capacidad para producir más con menos.
Paul Krugman, Premio Nobel de Economía 2008, lo expresa claramente: “La productividad no lo es todo, pero, a la larga, lo es casi todo. La capacidad de un país para mejorar su nivel de vida con el tiempo depende casi por completo de su capacidad para aumentar su producción por trabajador”.1
El empleo y la inversión son irrelevantes para el crecimiento sostenido del producto per cápita, y más aún si se ha alcanzado un nivel de ingreso alto. En efecto, las economías exitosas liberan horas trabajadas para el ocio y recursos invertidos para el consumo y, sin embargo, continúan creciendo, no porque trabajen e inviertan más, sino porque trabajan e invierten mejor. El resultado es mayor prosperidad.
La comparación entre Chile y Estados Unidos ilustra y preocupa. El Fondo Monetario Internacional reporta para 2022 un PIB per cápita anual de US$ 63.890 para Estados Unidos, pero sólo de US$ 24.550 para Chile.2 Al analizar sus producciones por hora trabajada se entiende el problema: mientras en Estados Unidos el producto generado por hora supera los US$ 75, en Chile no alcanza a US$ 30.3
Una mirada histórica de la evidencia refuerza la conexión entre eficiencia y bienestar: En Europa, mientras a comienzos del siglo XX se trabajaba 15 horas diarias de lunes a sábado (sobre tres mil horas anuales), actualmente se trabaja menos de la mitad. En los países en desarrollo, naturalmente, el avance ha sido menor. En Chile, por ejemplo, actualmente trabajamos algo menos de 2.000 horas. Esto es, en promedio, casi 40 días hábiles más por año que en el Viejo Continente, aunque bastante menos que en el resto de América Latina, y que las 2.500 horas que trabajábamos durante la década de 1990. Y sabemos que, si seguimos mejorando nuestra productividad, estas horas continuarán cayendo. Así, aunque es habitual criticar al mensaje materialista que acompaña al discurso pro crecimiento, este se justifica socialmente por, entre otros, el mayor tiempo libre que permite, pues, aunque seguimos trabajando para vivir, lo hacemos cada vez menos y sin comparación con las generaciones previas, que prácticamente vivieron para trabajar.
Segundo mensaje: Más productividad es más bienestar
Como se señaló, los países más productivos son capaces de producir más trabajando menos. Pero el efecto positivo en la calidad de vida se manifiesta de múltiples maneras adicionales. Dos ejemplos cotidianos ilustran.
El primero, en el ámbito de la salud. La telemedicina busca conectar médicos, principalmente especialistas, y pacientes mediante dispositivos audiovisuales, prescindiendo de la presencia física. Así, al evitarse el desplazamiento, se aprovecha mejor el tiempo de los médicos y se amplía el acceso para los pacientes. Por ejemplo, el hospital La Higuera, en Talcahuano, ha logrado reducir en más de 20% sus listas de espera para especialidades mediante atenciones remotas. Las principales incluyen neurología, oftalmología y psicología. Los beneficios sociales son obvios si consideramos que, mientras en los países de la OCDE el 7% de los pacientes debe esperar más de 6 meses, en Chile casi un 30% lo hace más de un año.4
Un segundo ejemplo que relaciona calidad de vida y productividad ocurre en el ámbito de lo urbano. Hoy, cerca del 80% de los chilenos vivimos en ciudades, y probablemente en el futuro esta cifra aumente. La calidad del transporte y la disponibilidad de áreas verdes, entre otras, dependen directamente de cuán productivas sean las zonas urbanas. Por ejemplo, una ciudad segregada, como Santiago, produce inequidades inaceptables. De hecho, una persona que vive en Vitacura, en promedio, se puede levantar 40 minutos más tarde que una que vive en la Pintana. La distancia entre la residencia y el trabajo reduce en cerca de 8% el tiempo útil disponible de las personas con menos recursos. Y cuando los tiempos de traslado aumentan, las alternativas laborales se reducen, la interacción virtuosa entre empresas y proveedores se limita, y se inhibe la innovación, que nace de la diversidad.
Tercer mensaje: La productividad se ha desacelerado sostenida y generalizadamente
Según estimaciones de la CNEP (Comisión Nacional de Evaluación y Productividad), durante la década de 1990 nuestra eficiencia agregada creció a una tasa anual de 2,3%. Desde el año 2000, la expansión por lustros bajó a 1%, -0,6%, -0,4% y -0,7%, respectivamente. Y durante los últimos tres años, con enormes oscilaciones por las restricciones sanitarias durante la pandemia, el deterioro se ha mantenido, promediando apenas 0,2%.5 Además, el estancamiento productivo, si bien ha sido más preponderante en la minería, que enfrenta una degradación natural por la caída en la ley, no es exclusivo de este sector, expandiéndose la productividad en el resto de la economía durante la última década menos de la mitad que en la previa.
La inquietud que deben generar estas cifras se agrava si consideramos que la productividad importará mañana más que hoy. Por un lado, como se ha señalado, mientras más cerca se esté del desarrollo económico, menor será la contribución del empleo y la inversión al crecimiento agregado. Por otro, en Chile en particular, la incorporación de la mujer al mercado laboral y la inversión minera, que fueron clave para explicar el elevado crecimiento durante las últimas décadas, probablemente no contribuirán con la misma fuerza hacia adelante. Y es que la fracción de mujeres adultas que trabaja aumentó 20 puntos porcentuales desde 1990, pero ya se ubica cerca de las cifras en el mundo desarrollado. Y la enorme inversión minera, que casi triplicó esta actividad durante el mismo periodo, hoy enfrenta exigencias ambientales más estrictas, especialmente dado que las principales reservas cupríferas se encuentran en la cordillera de la zona central, a pocos kilómetros de nuestra capital.
Cuarto mensaje: Mejor mercado y mejor Estado
Mejorar la productividad requiere que las dos institucionales más importantes en una economía moderna, el mercado y el Estado, funcionen adecuadamente. Para que el mercado funcione bien, debe ser competitivo. Así, se promueve un crecimiento alto y virtuoso, con productos y servicios de mayor calidad, más variados y a menores precios. Además, las ganancias se reparten más igualitariamente. Pero en una economía pequeña, como la chilena, las prácticas anticompetitivas son un peligro permanente. Y el incentivo a innovar, que es una actividad costosa y riesgosa, es bajo. De hecho, estimaciones de la CNEP muestran que, mientras la brecha de productividad de las empresas pequeñas en Chile respecto a las pequeñas en la OCDE es 2 a 1, la brecha de las empresas grandes entre Chile y la OCDE es 3 a 1.6
El Estado, en este contexto, tiene una responsabilidad primordial. Porque, cuando el mercado no es capaz de garantizar suficiente competencia, la autoridad debe forzarla.
Es la presión que ejercen las empresas nuevas al desafiar a las más grandes, la que fuerza a estas últimas a continuar mejorando Pero el desafío para la política pública es incluso mayor. Primero, porque, además de los compromisos que ya ha asumido el Estado, se sumarán nuevos gastos por la creciente importancia relativa que adquieren los bienes públicos cuando aumenta el ingreso. Segundo, porque las reformas pendientes son complejas. En Chile, probablemente, ya no quedan balas de plata. Lo que falta es un conjunto amplio y variado de reformas microeconómicas, muchas veces individualmente insignificantes, pero que en conjunto explican nuestra baja productividad. El problema es que su implementación es dificultosa pues exige medidas que típicamente afectan intereses particulares, generan beneficios solo varios años hacia adelante, superando al gobierno de turno y, habitualmente, con costos en el presente. Lamentablemente, en 2005 se redujo el período presidencial a cuatro años sin reelección inmediata; y, más recientemente, se favoreció la fragmentación política en el Congreso. Hoy es más complicado para un gobierno alcanzar acuerdos amplios para implementar buenas políticas de largo plazo.
Aunque también ha habido avances. Por ejemplo, la creación de una Comisión Nacional de Productividad (CNP) durante 2015, como institución consultiva autónoma del Ejecutivo, es un paso en la dirección correcta. Esta Comisión, a la que el gobierno le puede exigir qué hacer, pero no qué decir, debería alimentar el debate público con recomendaciones técnicas basadas en evidencia, incluso cuando estas son, por el ciclo político, incómodas. Su creación durante el segundo gobierno de la presidenta Bachelet, y su ratificación durante los gobiernos de los presidentes Piñera y Boric, muestran un compromiso transversal con la necesidad de mejorar nuestras políticas públicas. Adicionalmente, desde 2021, se modificó la normativa que regía el funcionamiento de la CNP, ampliándose sus funciones. En ese momento, junto con generar recomendaciones para mejorar la productividad y bienestar de las personas, se estableció que ésta asesore al presidente de la República en materias relacionadas con mejoras en la calidad regulatoria y en la evaluación de políticas y programas públicos, incluyendo las metodologías utilizadas. Además, se definió como su nuevo nombre Comisión Nacional de Evaluación y Productividad (CNEP).
Así, la actual CNEP debe participar en el diseño y la aplicación de las metodologías para medir el impacto de nuevas regulaciones; y revisar aquellas ya existentes, a fin de evaluar su coherencia. Finalmente, la CNEP debe asesorar a la Subsecretaría de Evaluación Social y a la Dirección de Presupuestos (DIPRES) en la evaluación de políticas y programas públicos. Estos nuevos roles deberían estar implementados en su totalidad durante 2023.
Concluyendo
Lo que Chile necesitó para crecer con fuerza desde mediados de los años 80 y acabar mirando al resto de la región por el espejo retrovisor, es distinto de lo que necesita ahora para alcanzar a las economías más avanzadas. Inicialmente, la apertura comercial generó las oportunidades productivas y las políticas macroeconómicas, al controlar la inflación y suavizar los ciclos económicos, redujeron la incertidumbre y fomentaron la inversión. Pero ahora, resta un desafío mayor: Mejorar significativamente la productividad.
Con un Estado y mercados ineficientes, muchas personas no tienen la oportunidad de alcanzar una vida más digna, creativa y fructífera. Y ello no solo es caro, también está profundamente mal. Una mejora significativa del funcionamiento del mercado y del Estado representa hoy el principal desafío para alcanzar el desarrollo económico en nuestro país.
1 Ver La Era de las Expectativas Disminuidas. Cap. 1 (pag. 23), Editorial Planeta, 2016.
2 FMI, World Economic Outlook Database, octubre de 2022. Cifras en dólares de 2017 ajustados por paridad en el poder de compra.
3 Ver https://data.oecd.org/. Cifras publicadas por la OCDE, en dólares de 2021
4 Ver los estudios de la Comisión Nacional de Evaluación y Productividad (CNEP) sobre Eficiencia en pabellones y priorización de pacientes para cirugías electivas (2020) y Tecnologías disruptivas: regulación de plataformas digitales (2019)
5 Ver los informes anuales de productividad de la CNEP en https://cnep.cl/informes/. Se refiere a la productividad total de factores ajustada en su ciclo por asalariados.
6 Ver el capítulo 3 del Informe Anual de Productividad 2017 de la CNEP.