Óscar Landerretche

La Trampa de la Rana

septiembre, octubre 2019

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  • El jacuzzi de la rana
    Hace rato que la economía chilena no está teniendo un buen desempeño. Para ser justos, nuestra economía no está, realmente, en crisis, no tenemos desequilibrios financieros severos (aún) ni quiebres estructurales (todavía), no se ha disparado el desempleo (por el momento) y todavía es cierto que Chile logra navegar las fluctuaciones de la economía global en forma relativamente estable cuando se le compara con otros países latinoamericanos, emergentes e incluso desarrollados.

    Más bien hay un deterioro sistemático que empieza a instaurar una sensación de mediocridad y de pérdida de liderazgo. Este deterioro se hace sentir en la población general en un proceso de desaceleración en el crecimiento de los salarios y los ingresos reales de los hogares, así como en una creciente restricción en la disponibilidad de fondos fiscales o de base tributaria para financiar bienes públicos y redistribución de ingresos.

    Una expresión muy clara de ello es el proceso seguido por la deuda pública bruta chilena que llegó a sus mínimos históricos (alrededor de 5% del PIB) los años 2007 y 2008, justo antes de la crisis Sub Prime y que ha ido aumentando sistemáticamente desde entonces a una razón de 1,5% del PIB por año. Como la economía no rinde los recursos que necesitamos para enfrentar las necesidades sociales de la población y corregir las desigualdades estructurales de nuestra economía, financiamos esos esfuerzos con déficit y deuda. Todavía los niveles no son peligrosos, pero a esta tasa, en unos 10-15 años estaremos en niveles similares a los que teníamos a fines de los 80s.

    Hace más de una década que enfrentamos un deterioro sistemático del crecimiento tendencial y potencial, esto es, de las tasas de crecimiento subyacentes que tiene la economía una vez que se limpia por los efectos cíclicos o evalúa la acumulación de capacidades productivas estructurales. Por ejemplo, el crecimiento potencial real de la economía chilena, que hace 15 o 10 años fluctuaba, por lo general, en el rango de 5-6%, hoy en día se estaciona en el rango 2-3%. Si consideramos que la población chilena crece a una tasa levemente inferior a 1% (ha ido bajando, pero muy lentamente), esto significa que el crecimiento del producto por persona que antes podía estar en torno a 4-5%, hoy está en torno a 1-2%.

    Esto que puede parecer, inicialmente, como una diferencia pequeña es, en realidad, enorme. Por ejemplo, para llegar al nivel de producto per cápita que tiene España hoy, Chile necesita aumentar el suyo en algo más que 50%. A tasas de 4-5% le tomaría a Chile entre 10 a 12 años; a tasas de 1-2% entre 20 a 40 años.

    El deterioro de los indicadores de la economía chilena, lamentablemente, no se limita a las tasas de crecimiento. De acuerdo a estimaciones de la Comisión Nacional de Productividad, la productividad total de la economía chilena se encuentra básicamente estancada desde el año 2000 y si se descuenta el deterioro en productividad del sector minero (que fue particularmente fuerte durante los años del súper ciclo) se observa un claro proceso de desaceleración del crecimiento de la productividad desde el año 2010 en adelante.

    Para dar órdenes de magnitud: el crecimiento de la productividad de la economía chilena no minera en los años del “jaguar”, esto es, los años noventa previos a la Crisis Asiática de 1998, estuvo por sobre el 3% anual; en los años posteriores a la Crisis Asiática, estuvo en torno a 2%; en los años previos a la Crisis Sub Prime llegaron a promediar 1% y hoy están en torno a 0,5%. La tendencia es muy clara.

    No solo eso: una de las características centrales del período de crecimiento acelerado de la economía chilena se ha comenzado a revertir. Durante buena parte de los años 90s y 00s, llegó a convertirse en una costumbre el alza sistemática de Chile en los rankings económicos internacionales que miden aspectos cualitativos institucionales y/o percepciones globales sobre nuestra economía, Estado y empresas. Chile subía en las clasificaciones de riesgo que le otorgaban las clasificadoras internacionales, caía en su premio de riesgo país y subía en los rankings de clima de negocios y desarrollo social, liderando en forma muy clara a la región.

    Esto ya no es cierto, todo lo contrario. Como ejemplo: la posición de Chile en el informe de competitividad mundial, cuyo capítulo local es elaborado por la Universidad de Chile, muestra un deterioro sistemático desde una posición en torno al lugar 25 al lugar 42 (entre algo más de 60 países). Si bien los puntajes obtenidos por el país en las diferentes categorías en promedio se mantienen, caemos en los rankings porque nos pasan otros países, esto es, perdemos “competitividad”, que por definición es una categoría relativa. Si miramos dentro del índice, vemos deterioros en desempeño económico, infraestructura y eficiencia de negocios, además de un estancamiento en eficiencia de gobierno; esto es, no se salva ni lo público ni lo privado. 

    Este deterioro en la percepción internacional sobre la economía chilena ya está empezando a tener, lentamente, consecuencias palpables. Si bien, debido a décadas de responsabilidad macroeconómica, el país continúa teniendo un buen nombre en las plazas financieras internacionales, a mediados del año 2017, Chile sufrió su primera caída en clasificación de riesgo en 25 años, cuando la agencia Standard & Poor’s (S&P) rebajó la clasificación de nuestro bono soberano desde AA- a A+.

    Chile se encuentra en un lento proceso de deterioro. Su velocidad en cámara lenta es quizás su característica más peligrosa. Nos coloca en una posición similar a la famosa fábula de la rana, que si fuera lanzada a una olla con agua hirviendo (una crisis profunda) probablemente saltaría inmediatamente para colocarse a salvo, pero que si se le acomoda en una olla de agua fría o tibia se irá relajando a medida que ésta se calienta, sin darse cuenta de que poco a poco se convierte en sopa.

    Rana que se duerme
    Las razones de este deterioro no son demasiado misteriosas. En economía se entiende hace mucho tiempo el fenómeno de los rendimientos decrecientes que se expresa en el famoso modelo de crecimiento neoclásico de Robert Solow. En ese modelo, la acumulación de capital por unidad de eficiencia de trabajo (mano de obra corregida por su productividad) rinde cada vez menos, reflejando la escasez de recursos críticos para producir (naturales, educativos, logísticos, tecnológicos, etc.). Una de las consecuencias fundamentales es que se produce una natural caída en las tasas de crecimiento de la economía, a menos que se hagan cambios estructurales.

    En Chile tenemos todos los signos de una economía que ha agotado los rendimientos y el aporte de los sectores económicos que han liderado su proceso de desarrollo durante los últimos 45 años (casi medio siglo) a lo menos en su estado tecnológico actual. Una comparación de la estructura exportadora chilena de hoy con la que teníamos, digamos, a principios de la transición a la democracia, hace ya casi 30 años, nos muestra con casi la misma estructura exportadora y un porcentaje muy elevado de ésta siendo dominada por los mismos sectores productivos (cobre, agro alimentos, forestal, piscicultura y pesca). No solo eso; si uno mira dentro de los sectores productivos, observa que los productos específicos son muy similares (cátodos y concentrado de cobre, uvas y vinos, celulosa, salmones y harina de pescado). Esto no significa que no haya casos muy rescatables de empresarios que han incursionado en nuevos negocios o productos; los hay, es simplemente que estos casos no son de un volumen e intensidad suficiente como para transformar significativamente la estructura de la economía chilena.

    No es de extrañar que los mayores deterioros en tasas de crecimiento de la productividad se observen en los sectores que han liderado el crecimiento durante casi medio siglo: la agricultura y pesca, que pasaron de tasa de crecimiento de la productividad en los rangos 5-6% durante los años 90s y principios de los 00s a casi 0% en la actualidad; la industria (principalmente agroalimentos y productos del mar), que pasó de crecer sobre 3% a tasas negativas en torno a -1%, y la minería, que en años recientes ha tenido caídas sistemáticas en la productividad que varían en el rango -4% a -8% dependiendo del período.

    La lección es muy simple y nos la podría haber dicho Bob Solow: si hacemos lo mismo, inevitablemente nos va a rendir cada vez menos.

    La noción de que se podrá salir de esta trampa rebajando impuestos a las empresas, desregulando el mercado laboral y deteniendo la regulación ambiental carece de realismo político y de un diagnóstico estructural del problema. De lograrse estas medidas, claro que acelerarían la economía por un rato, al igual que ocurrió con los paquetes macroeconómicos expansivos posteriores a la crisis Sub Prime del 2008, al impulso de gasto posterior al terremoto del 2010 y a la inyección de liquidez del súper ciclo del cobre (2003-2015). Notemos que ninguna de estas contingencias cíclicas logró corregir las tendencias estructurales de productividad declinante y envejecimiento de nuestra estructura productiva. Tampoco lo harían las medidas clásicas de estimulación que se discuten hoy a nivel gubernamental.

    Saltando fuera de la trampa
    La evidencia comparada muestra que para salir de esta trampa de mediocridad necesitamos recuperar el rol del Estado en la formulación e implementación de una estrategia de desarrollo. Esto es lo que se observa en muchos países que lograron, durante la segunda mitad del siglo XX y principios del XXI, pasar de ser países de ingreso medio a países desarrollados. Desde Nueva Zelanda a Finlandia, desde Irlanda a Corea, desde Singapur a Australia se observa la capacidad de usar al Estado no como un sustituto de la inversión y gestión empresarial privada, ni como un complemento pasivo, sino como un instrumento habilitante y coordinador. 

    La lógica de ello es muy simple, pero su implementación es terriblemente compleja, tanto desde un punto de vista político como técnico.

    Las apuestas productivas empresariales, cuando son verdaderamente arriesgadas y ambiciosas, involucran un problema de coordinación. Por ejemplo, el empresario, para arriesgarse, necesita certezas regulatorias y tributarias, disponibilidad de cadenas logísticas, de una oferta creíble y de calidad de trabajo calificado, capital humano y talento tecnológico. Todas cosas que el Estado puede ayudar a proveer. Pero el Estado y el sistema político que lo sostiene, para proveer esas seguridades e infraestructuras, necesita poder garantizar a la ciudadanía que el empresario asumirá compromisos creíbles en términos de innovación, adaptación tecnológica, creación de empleos de calidad, producción sustentable, metas de producción y exportación.

    Este problema de coordinación y credibilidad replica la clásica estructura teórica de la “trampa del prisionero”, donde dos agentes, a sabiendas de que les conviene colaborar para maximizar el retorno de ambos (para llegar al óptimo de Pareto) se atrapan en una solución sub-óptima donde ambos pierden (sub óptimo de Pareto) por la incapacidad de confiar en que el otro hará lo que se necesita para que las acciones estratégicas propias se justifiquen y sean rentables. La única solución para salir de esta trampa que, en nuestro caso, más que “trampa del prisionero” es una “trampa de la rana”, es alguna forma de acuerdo político que involucre credibilidad, compromiso y reputación para coordinar una salida.

    Chile necesita empezar a discutir la construcción de pactos políticos para una estrategia de desarrollo que cambie radicalmente la forma en que han interactuado el Estado y los privados durante casi medio siglo. La forma específica de esos pactos, la manera en que se harán esas estrategias y se asumirán compromisos es un trabajo para la política, la academia y la técnica. Hay harto investigado al respecto, hay muchas experiencias comparadas y una abundancia de ideas para ensayar que podemos discutir en artículos futuros. Pero esa discusión es irrelevante si no logramos instalar en el sentido común público, la evidencia del deterioro en desempeño de nuestra economía, la necesidad de cambiar para poder corregir el curso, el insustituible rol que tienen tanto lo público cómo lo privado y la inevitable necesidad de un nuevo rol estratégico del Estado.

    Lo importante hoy es instalar la necesidad de abrir esta discusión. Antes de que se nos cueza la rana.





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    Óscar Landerretche

    Profesor titular docente Departamento de Economía Facultad de Economía y Negocios Universidad de Chile