Diego Pardow

La regulación constitucional de las empresas públicas: una historia de cronopios y famas

mayo, junio, julio 2021

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  • En una de sus recopilaciones de cuentos más célebres, Julio Cortázar introduce dos tipos de personajes ficticios. Por un lado, estarían los cronopios: unos seres caracterizados por su ingenuidad, idealismo y desorden. En contraste, las famas serían seres prácticos, rígidos y organizados. La gracia de este clivaje es que permite contar prácticamente cualquier historia. Ciertamente, la regulación constitucional de las empresas públicas puede contarse como una historia de cronopios y famas. El principio de subsidiariedad vendría siendo nuestro cronopio, impulsando el ideal tatcheriano de un Estado mínimo. La sostenibilidad fiscal, por su parte, vendría siendo nuestra fama. 


    Ahora bien, ésta sería una historia donde claramente ganaron los cronopios. Aunque el principio de subsidiariedad nunca estuvo explícitamente recogido en el texto de nuestra actual Constitución, ni tampoco en los escuetos antecedentes que existen sobre la deliberación constituyente, distintas sentencias judiciales lo han utilizado para impedir la participación estatal en el financiamiento del Transantiago, limitar los mecanismos de capitalización de una carbonífera estatal o cuestionar la capacidad de las empresas mineras para desarrollar tecnología. Estas mismas instancias de control, sin embargo, han permitido que el Fisco termine pagando todos los años las emisiones de bonos de muchas empresas públicas. A diferencia de lo que ocurre con la subsidiariedad, el texto de la Constitución prohíbe expresamente este tipo de operaciones de financiamiento. Quizás si entendemos un poco mejor esta historia donde el texto de la Constitución se volvió irrelevante, podamos redactar una nueva Constitución donde ganen las famas. Esto es, una donde la sobriedad y organización de la sostenibilidad fiscal sea más importante que perseguir ideales extravagantes. 

     

    El mito detrás de una subsidiariedad inexistente
    Los orígenes del Derecho suelen explicarse recurriendo al ejemplo de Themis, esa diosa griega que representa a la justicia acompañada de una espada y una balanza. En ausencia de leyes escritas, los antiguos jueces griegos resolvían los conflictos apelando a una inspiración divina y sin estar limitados por lo que dijera el texto de una constitución (Maine, 1861, pp. 14- 25). Progresivamente, estas sentencias o themistas fueron escriturándose hasta formar un conjunto de reglas con cierta estructura sistemática. Ello, sin embargo, escondía un problema político. Como la gran mayoría de los jueces eran aristócratas y podían resolver los conflictos apelando a sus propias convicciones, las colecciones iniciales de themistas reflejaban una visión conservadora de la sociedad. Mirado con los ojos de nuestra coyuntura, el derecho judicial funcionaba así como una barrera que impide a los nuevos gobernantes impulsar transformaciones sociales.

     

    Algo parecido ocurre con la idea de subsidiariedad en materia de empresas públicas. Cuando uno revisa los trabajos sobre Derecho Contitucional de Joaquín Fermandois, Enrique Navarro y otros autores de referencia en esta materia, todos parecieran estar de acuerdo en que este principio establece una limitación sustantiva para crear y operar empresas públicas. En concreto, sería necesario acreditar la ausencia de interés privado en este ámbito de negocios, ya sea por un problema de costos fijos, bienes públicos, externalidades o alguna otra de las clásicas falla de mercado. De hecho, el expresidente del Tribunal Constitucional sostenía incluso que los gobiernos democráticos de la década de los noventa tenían el deber constitucional de continuar el programa de privatizaciones iniciado por el régimen militar (Aróstica, 2001, pp. 115). 


    Ahora bien, esa certeza dura hasta que uno abre la Constitución. Las empresas públicas están reguladas en su artículo 19 No. 21, donde solamente se exige que la participación estatal en actividades empresariales sea aprobada por una ley de quórum calificado. Ello contrasta con lo que ocurre en algunos países donde efectivamente se establecen restricciones sustantivas al funcionamiento de las empresas públicas. La Constitución peruana, por ejemplo, recurre explícitamente a la idea de subsidiariedad. A su vez, Nueva Zelanda carece de una Constitución escrita, pero su legislación sectorial exige claramente que las empresas públicas limiten sus actividades empresariales. Cualquier lectura desinteresada de nuestra actual Constitución debiera reparar en esta legalidad formalista, en esta neutralidad carente de restricciones sustantivas. Sin ir más lejos, un compendio reciente clasifica a Chile dentro de la generalidad de países que solamente exigen la formalidad de una aprobación legislativa (OCDE, 2018, pp. 20-22). En contraste, los países cuyas constituciones o regulaciones sectoriales consideran limitaciones sustantivas al funcionamiento de las empresas públicas son incluidos en una categoría separada.
     

    Por otra parte, si uno revisa los antecedentes de la deliberación constituyente, el debate sobre los principios aplicables a las empresas públicas nunca terminó de zanjarse. Los comisionados más conservadores efectivamente abogaban por una idea de subsidiariedad, pero las actas también recogen opiniones como la de González Videla (Sesión 65, 13 de marzo de 1979), quien propone una legalidad formalista y políticamente neutra consignando que “no se puede aceptar sensatamente que, dentro de las estructuras democráticas, se impida al Presidente de la República de optar el modelo de política económica que responda a sus convicciones”. La idea vuelve al debate público muchos años después, en un proyecto que interpretaba la Constitución y estaba incluido dentro de las denominadas “leyes de amarre” del régimen militar. Como señalaba Francisco Cumplido, este proyecto de ley establecía restricciones sustantivas al funcionamiento de las empresas públicas que iban mucho más allá del texto constitucional, por lo que nunca fue aprobado (Cumplido, 1987, pp. 124-125). Ahora bien, en un ejercicio digno de los antiguos aristócratas griegos y sus themistas, distintas sentencias judiciales lo fueron recogiendo durante los primeros años de la transición como una manera de impedir que el gobierno utilizara a las empresas públicas como un vehículo de política industrial. Quizás el caso más conocido sea aquel donde se prohibió la distribución gratuita de un diario en la red del metro, citando como antecedente del principio de subsidiariedad y complemento del texto constitucional, nada menos que la declaración de principios de la junta militar (Soto, 2000, p. 226). Esta práctica se mantuvo durante las décadas siguientes, al punto que nuestros gobernantes terminaron aceptando las restricciones sustantivas de la subsidiariedad como si efectivamente fueran obligatorias. Sin importar lo que dijera el texto de la Constitución, o incluso los antecedentes de la deliberación constituyente, el cronopio de la subsidiariedad consiguió escaparse de su espacio imaginario y dominar nuestro debate de políticas públicas. 
     

    Una sostenibilidad fiscal con eufemismos La idea de sostenibilidad fiscal recorrió el camino inverso. El artículo 63 No. 9 de nuestra actual Constitución prohíbe explícitamente los empréstitos que involucren a una empresa pública, esto es, prohíbe explícitamente que las empresas públicas sean financiadas con deuda fiscal. Como lo señala el propio Tribunal Constitucional, se trata de una de las pocas prohibiciones absolutas contempladas en la Constitución. No se trata de establecer un quórum calificado, o una revisión independiente de las condiciones del crédito. Para aprobar un crédito entre una empresa pública y cualquier organismo fiscal sería necesario previamente derogar ese precepto de la Constitución. La prohibición tiene, además, un objetivo claro y consistente con nuestro diseño institucional: evitar el conflicto  de intereses que se produce cuando el gobierno presta dinero a sus propias empresas. Al final del día, si el Fisco va a entregar recursos a una empresa pública sin expectativas de una devolución efectiva, la doctrina de separación de poderes exige que se materialice a través de un aumento de capital, convenciendo a los miembros del Congreso acerca de la conveniencia de esta medida y reflejándolo adecuadamente en la ley de presupuesto como un gasto por una sola vez.
     

    Ahora bien, la misma doctrina constitucional que introdujo las limitaciones sustantivas del principio de subsidiariedad, interpreta esta prohibición de una manera curiosamente flexible: supuestamente habría una diferencia entre un crédito directo, y luego aquellas situaciones donde el Fisco actúa indirectamente como el aval de la deuda que una empresa pública contrae con personas o instituciones privada. La Constitución únicamente prohibiría los créditos directos. Hace veinte años, incluso se promulgó una ley regulando un procedimiento administrativo que permite al gobierno constituir estas garantías sin necesidad de una aprobación legislativa.
     

    En los hechos, sin embargo, no existe ninguna diferencia entre deuda directa o indirecta. Es cosa de mirar la ley de presupuestos para comprobar que los bonos emitidos por muchas empresas públicas se pagan todos los años con ingresos fiscales corrientes, siempre bajo el eufemismo de una glosa denominada “servicio de deuda”. Más aún, las clasificadoras de riesgo de esos mismos bonos señalan explícitamente que, si bien el negocio a financiar sería deficitario, la garantía fiscal permite calificar positivamente estos instrumentos. Como se aprecia, este eufemismo transforma completamente los principios de disciplina fiscal en materia de empresas públicas. Otorgar un crédito fiscal directo a una empresa pública estaría prohibido por la Constitución, pero para aprobar créditos indirectamente, el gobierno podría incluso prescindir de toda autorización legislativa. A su vez, aumentar el capital de una empresa pública requeriría aprobar expresamente este gasto por única vez dentro de la ley de presupuestos, pero bastaría un decreto presidencial para incluir en todas las leyes de presupuestos futuras el gasto recurrente derivado de pagar a los tenedores de bonos. Lejos de la organización y rigidez que caracterizaba a las famas de Cortázar, nuestros principios de sostenibilidad fiscal únicamente exigen incorporar un intermediario para que las restricciones al endeudamiento de empresas públicas disminuyan ostensiblemente.
     

    ¿Qué podemos aprender de esta historia?
    La literatura sobre el impacto económico de las constituciones muestra que las reglas sobre disciplina fiscal suelen estar asociadas con gobiernos menos endeudados, un gasto público más efectivo y menores niveles de corrupción (v.g. Blume y Voigt, 2013). Como la Constitución es un acuerdo institucional entre las distintas generaciones que se verán afectadas por sus reglas, es razonable que una institucionalidad presupuestaria robusta proteja la capacidad de gasto de futuras generaciones. Ahora bien, ello no implica establecer una preferencia por alguna política industrial determinada. De hecho, nuestra experiencia con la regulación constitucional sobre empresas públicas sugiere precisamente lo contrario. Antes de seguir persiguiendo el cronopio de un Estado mínimo, máximo, o del tamaño que sea, preocupémonos por construir simplemente un Estado financieramente sostenible. 

     

    Referencias 
    Referencias Blume, Lorenz, y Stefan Voigt. “The economic effects of constitutional budget institutions.” European Journal of Political Economy 29 (2013): 236-251.

    Maine, Henry Sumner. 1861. Ancient law. Lóndres: Dent. OECD (2018), Ownership and Governance of State-Owned Enterprises: A Compendium of National Practices.

    Cereceda, Francisco Cumplido. “Reflexiones sobre el Anteproyecto de Ley Que Regula la Actividad Empresarial del Estado y Sus Organismos.” Revista Chilena de Derecho 14 (1987): 141.

    Soto, Eduardo. “Legitimidad de la distribución gratuita, por un tercero, de un periódico en la Red de Transporte de Metro SA El uso de la marca Metro.” Revista Chilena de Derecho 27 (2000): 225.





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    Diego Pardow

    Codirector Lexen