Jorge Marshall

Crecimiento en América Latina: Una Debilidad Estructural

diciembre 2018 a enero 2019

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  • América Latina es una de las regiones del mundo con menor crecimiento en los años recientes: su producto interno se ha expandido en un 0,7% promedio anual desde el término del súper ciclo de las materias primas, en 2013, mientras que, en estos años, el crecimiento del producto mundial fue de un 3,6% anual y el de las economías emergentes, de un 4,6% anual.
    Lamentablemente, éste no es un fenómeno nuevo, porque en una perspectiva de largo plazo se observa que la participación de la región en el producto mundial se ha reducido desde alrededor de un 14% en 1960 a un 7% en la actualidad, a pesar de que su población aumentó desde un 7,0% a un 8,3% del total mundial en el mismo periodo.
    A su vez, el crecimiento esperado de la región en los próximos cinco años alcanza a un 2,6% anual según el FMI, el que está por debajo del crecimiento esperado para el mundo y para las economías emergentes. Con esta proyección, América Latina continuará perdiendo participación en el producto mundial, lo que está acompañado de una menor influencia política en las decisiones multilaterales de la globalización y del comercio internacional.
    Esta situación representa una amenaza para la capacidad de los países de la región de satisfacer las crecientes expectativas de su población, con los riesgos políticos que este hecho conlleva. Diversos estudios muestran que en los años recientes ha aumentado la desafección de la ciudadanía respecto a las instituciones públicas. Según una encuesta de Latinobarómetro de 2017, un 75% de la población tiene un nivel de confianza baja o nula en los gobiernos nacionales, mientras que en 2010 esta cifra alcanzaba a un 55%. Los resultados electorales más recientes tienden a confirmar estas tendencias negativas.


    La debilidad estructural
    Si consideramos las últimas ocho décadas, es claro que América Latina ha seguido dos estrategias de crecimiento bien diferenciadas. Primero, la sustitución de importaciones, que se extiende desde la Gran Depresión de los 30, hasta la crisis de la deuda en los 80. Luego, la apertura al exterior y la explotación de las ventajas comparativas, que ha estado vigente desde las reformas de comienzos de los 90 hasta nuestros días.
    Si bien ambas estrategias han tenido resultados muy disímiles, en las dos se observa una trayectoria similar: luego de un período inicial de alto crecimiento se produce una marcada declinación, especialmente cuando las condiciones externas se vuelven adversas. Entonces surge natural una pregunta de fondo: ¿Cuáles son los rasgos estructurales de estas economías que causan efectos similares en períodos y en condiciones tan distintas?
    En el caso del modelo de sustitución de importaciones, las primeras señales de su agotamiento se observaron a comienzos de la década de 1960, inicialmente en los países del Cono Sur de Sudamérica y luego en los demás países de la región. Este hecho se reflejó en un creciente rezago en la productividad de la actividad manufacturera local y la consiguiente ampliación de la brecha tecnológica con los centros avanzados del mundo.
    En ese “momento de verdad”, la disyuntiva que enfrentaban los países de la región era, por una parte, generar ganancias de eficiencia y un avance tecnológico a un ritmo similar al que se producía en el resto del mundo, como en esos años estaba ocurriendo en Corea y Taiwán; y por la otra, recurrir a la ayuda de los gobiernos, solicitando una creciente protección y mayores subsidios fiscales.
    Para avanzar en el primer camino, los países necesitan sólidas capacidades de coordinación interna, que es precisamente una de las principales carencias estructurales en el desarrollo de América Latina. Por esta razón, la dinámica interna condujo a la región hacia la segunda de estas opciones, deteriorando las cuentas públicas y la balanza comercial. Adicionalmente, la mayor protección sobrevaluó las monedas y afectó a las actividades exportadoras. Esta dificultad para realizar acciones que permitieran generar innovación y mejoras de productividad volverá a ser relevante en las décadas siguientes.
    En el periodo de la estrategia de las ventajas comparativas, América Latina vuelve a mostrar una débil capacidad de transformación. A pesar de su buen posicionamiento en los mercados de exportación de sus productos tradicionales, tiene una baja participación en las cadenas globales de valor que caracteriza a la segunda fase de la globalización que se inicia en la década de 1990 (Richard Baldwin, The Great Convergence, 2016). Este hecho tuvo poco efecto en el crecimiento durante el súper ciclo de las materias primas, pero explica el bajo desempeño en los últimos años.
    Esta situación se refleja en que la relación entre el comercio internacional y el producto interno crece menos que en el resto del mundo, que se incorpora a la segunda fase de la globalización. Esta relación pasó de un 53% en 1990, a un 49% en la actualidad, a pesar de la apertura de las economías y la promoción de las exportaciones durante este periodo. En cambio, en el mundo considerado como un todo, el comercio internacional pasó desde el mismo 53% a un 74% del producto entre los mismos años.
    La principal característica de la segunda fase de la globalización es la transformación estructural, a través de la cual los recursos que están en actividades tradicionales o en declinación se incorporan a actividades de mayor productividad, lo que está asociado a la idea de “destrucción creativa” de Schumpeter. En cambio, el crecimiento de América Latina en las décadas recientes se caracteriza por el bajo aporte de esta transformación productiva.
    Según Baldwin, en esta nueva fase de la globalización en la que nos encontramos, hay ganadores y perdedores. Entre los últimos están los trabajadores de las economías emergentes que se han quedado en la fase de las ventajas comparativas y no han conseguido atraer segmentos de la cadena de valor. Esto es lo que ocurre en la mayoría de las economías de América Latina.


    El desafío de la transformación
    En estas condiciones, el principal desafío de futuro del crecimiento de América Latina es reforzar su capacidad de transformación productiva a través de una coordinación interna efectiva. En contextos muy distintos, tanto el Estado como el sector privado y las universidades han seguido sus propios caminos, desconectados unos de otros, desaprovechando las oportunidades que se generan al coordinar esfuerzos y que permiten participar en mercados más avanzados en términos de productividad e ingreso. Esta incapacidad de conectar estrategias en torno a un equilibrio colaborativo hace que las acciones puntuales del Estado sean poco útiles y que los países queden entrampados en una trayectoria de bajo crecimiento.
    Las estrategias que resultan de un proceso de coordinación efectiva son superiores porque se alimentan de mucha mejor información y conocimientos valiosos que los que puede reunir el Estado en forma aislada, aun recurriendo a los expertos. Además, su impacto se beneficia de la retroalimentación de múltiples acciones e inversiones complementarias que siguen los diferentes niveles del gobierno, las empresas y las universidades. Al mismo tiempo, estos procesos permiten un aprendizaje enormemente más fructífero que los que puede organizar el Estado por sí solo. En definitiva, es el beneficio que genera un trabajo mano a mano entre el sector público y privado.
    Si en el periodo de sustitución de importaciones el obstáculo para esta coordinación fue la excesiva influencia de los intereses particulares, en la fase de las ventajas comparativas ha sido la desconfianza de los actores y la debilidad del Estado para desempeñar un rol articulador. En consecuencia, el principal desafío de la región sigue más vigente que nunca: fortalecer las capacidades de coordinación no sólo de los gobiernos, también del resto de los actores que tienen relevancia en el desarrollo productivo de los países.
    En el futuro se debe complementar la narrativa del esfuerzo individual de cada uno de los actores con la del proyecto colectivo, que integra a todos sus participantes a través de un horizonte compartido. En este esfuerzo, todos los actores son fundamentales, pero los diferentes niveles del gobierno, las empresas y las universidades, son insustituibles. Si cualquiera de ellos esquiva el equilibrio colaborativo, se arriesgan los resultados del proceso en su conjunto. En la conducción de esta estrategia se requiere de un liderazgo colectivo, que más que indicar lo que los demás actores tienen que hacer, se disponga a descubrirlo junto con ellos.
    En síntesis, la misma disyuntiva clave del desarrollo se ha presentado una y otra vez, y mientras los países no generen capacidades de coordinación interna, el desenlace será el mismo. La exploración de las causas del bajo desempeño de la región no es un asunto que preocupe a los principales centros del mundo. En cierto sentido, ahora, más que hace cincuenta años, los desafíos del desarrollo de América Latina sólo son posibles de abordar a través del esfuerzo de los propios países de la región, para lo cual los grupos dirigentes necesitan reflexionar sobre esta debilidad estructural.





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    Sobre el (los) autor (es)



    Jorge Marshall

    Ex Vicepresidente del Banco Central y ex Ministro de Estado